—dedicado a Adrián Gabriol, amigo y mente—
Siempre puede decirse la verdad en el espacio de una exterioridad salvaje.
Michel Foucault

Crystal Castles – Brixton Academy, London 24/11/12 [Imagen extraída de aquí]
I
La habitación (como si fuera fuego en una lámpara de araña), la soledad aislada de las uvas de un racimo. A solo diez centímetros del techo orbita el cuerpo procesado de un nogal; utilidades varias, libros y un portátil, un hombre de entre veinte y treinta años acostado en una cama sin abrir. Tras dos o tres minutos pasa un coche; alguien que habita el exterior musita un par de frases y abandona el texto. Él tiene la impresión de estar en una especie de terrario o, peor aún, en una incubadora cuyo termostato hubiese reventado provocando una crecida incontrolada del calor, que parece ascender, rizado en ondas, desde el cimiento mismo de la casa.
II
Una mujer se pone una mordaza y sale a caminar. El escenario es el de una ciudad repleta de carcasas, inundada de algas y animales verborreicos. Ella camina rápido en el centro de la acción, oyendo el deslizarse de los ojos en las cuencas; después llega a un extremo y se detiene, mira hacia atrás y observa sin sorpresa que se encuentra justo al borde de una línea de eucaliptos. Muy lentamente vuelve a respirar, nota cómo el sudor le crece sobre el eje de la espalda y se dispersa en las gargantas de la piel. Cuando mira adelante, sabiéndose otra vez frente a la puerta de su apartamento, se aprieta la mordaza y continúa.
III
No es una manta oscura lo que envuelve el escenario, sino el público denso como un pie de marabunta. Todos quieren tocar el cuerpo de la joven, llevarse algo de piel, cabello o ropa, todos ganar una porción del tiempo que protege entre los labios. Dicen que cuando el santo agonizaba en su cenobio, la carne ya incapaz de contener tal cantidad de dios, las monjas que lavaban sus heridas llegaban a las manos por conservar el hilo y las agujas con las que remendaban sus muñones. Sobre el concierto el aire está vibrando como la superficie de un espejo en el momento de estallar; sin descender, se adhiere a la canícula la música electrónica.
IV
Masmedular e ignífuga, la red, una memoria extensa, inaprehensible, alimentada de ojos y falanges consumidas. En uno de sus bordes, una muchacha busca, escoge y ve pornografía mientras todas las voces del planeta mienten a la vez, multiplicadas en telediarios. Con el primer orgasmo un estertor de fiebre abraza los cristales; una tras otra se suceden, sin abrir, tres contracciones lentas como anillos inconexos. Desde un estrato ajeno al de la casa, luchando por brotar contra el profundo peso del calor —tan similar al de la lana húmeda— se vuelve a repetir la locución de los informativos.
V
Un hombre pasa andando por la calle —un hombre pasa andando, pasa andando. Las luces de neón, como arbotantes de una iglesia no delimitada, se levantan en tallos yugulares y se ofrecen, dulces, al sacrificio de la integración en una luz más alta y colectiva. El hombre que camina vuelve a casa —casa como el lugar en que los niños, cuando juegan, por medio de un sistema simple de designación (aquel árbol de allí, eso es la casa), consiguen refugiarse del peligro de los otros— y mientras tanto enciende un cigarrillo y mueve la mirada hacia un lugar en el que el cielo le parece de hormigón pintado. Pausa. Una paloma sucia, casi un ala, sobrevuela la escena. Caen las luces.
Publicado originalmente en EnterMagazine