
A principios de esta semana, mientras echaba cuentas para otros asuntos en la editorial, me di cuenta de que acaba de cumplirse un año de la llegada a librerías de Las hogueras azules. Era julio de 2020 y el fruto de casi tres años de trabajo se materializaba en un librito de 112 páginas, con la cubierta azul hielo e ilustrada por la rama de un cerezo de Wang Mian, 57 poemas, un epílogo y un fantástico prólogo de Ana Gorría.
Las circunstancias de salida del libro, sin embargo, eran bastante difíciles. No solo acabábamos de atravesar el peor momento de la pandemia, sino que esta, además, había obligado a retrasar su lanzamiento varios meses y supuesto un sinfín de complicaciones para la editorial, las librerías y todos los que trabajamos en el mundo del libro, que habíamos observado con angustia desplomarse las ventas durante el mes y medio del confinamiento estricto y animábamos tanto como podíamos a los lectores y lectoras a apoyar al sector. Por todo ello, tanto mis editores como yo éramos conscientes de que el libro saldría con la suerte echada, y pensábamos que, a pesar de todo nuestro esfuerzo y cariño, nos podríamos considerar afortunados si, en mitad de aquel caos, Las hogueras conseguía atraer un poco de atención y llegar a las manos de un puñado de pocos pero atentos lectores.
Y es que jamás podría haberme imaginado —y menos aún en esas circunstancias— hasta qué punto un libro como este, tan personal y separado de lo que estaban publicando otros poetas de mi edad, iba a ser una fuente de alegrías y de nuevos lectores, a generar tantas reacciones entusiastas, a aparecer (arrastrándome a mí consigo) en publicaciones como The Objective, El País, Las librerías recomiendan, Zenda, La Razón o El Diario de Sevilla entre otras tantas, o en programas de radio como El Ojo Crítico de Radio Nacional o Tres en la carretera, de Radio3. Tampoco podía imaginar, ni mucho menos, que serían tantas las personas que me escribirían por redes sociales o que me abordarían en persona para hablarme de lo importante que la lectura había sido para ellas, o de lo mucho que habían disfrutado de su tono calmado cuando el resto del mundo no paraba de gritar… Ni que todas estas cosas llevarían a que el libro se reeditase apenas seis meses después de salir a la venta y a que se siga vendiendo y leyendo ahora mismo, doce meses más tarde.
Por último, tampoco podría haber esperado el cariño y la generosidad de tantos escritores y escritoras que, sin dedicarse a la crítica como tal, han regalado palabras de elogio a Las hogueras azules, como Ana Gorría, Mónica Ojeda, Alejandro Palomas y Ariadna G. García, entre otros muchos, o que han apoyado tanto y tan desinteresadamente mi poesía como lo han hecho Gonzalo Torné, Luis Magrinyà, Luna Miguel, Ben Clark o Irene Vallejo, que incluyó como encabezamiento de su epílogo a la decimonovena edición de El infinito en un junco mi «Poema para los techos de una cueva».
Como he contado ya en varias ocasiones, empecé a escribir Las hogueras azules como una serie de ejercicios que me ayudaban a despejarme de la escritura de un poemario anterior. Se trataba de un libro que nunca llegué a titular, pero cuya escritura me ocupó todo el año 2017 y los primeros meses de 2018, y que finalmente abandoné después de un largo y doloroso proceso creativo que me llevó a enfrentarme a algunas de las facetas más oscuras de mi propia persona. Fue algunos meses después de dejarlo cuando advertí que aquel cuaderno de ejercicios —en realidad era un archivo punto doc llamado «Variaciones sobre forma oriental»—, aquel refugio al que acudía cuando necesitaba acendrar el lenguaje o dar espacio a la imaginación, era poesía.
Y es que, para mí, la escritura es en gran parte una restitución. Devolver el lenguaje a su tiempo adecuado, que no es otro que aquel que permite decir. Así, el sentido, el tiempo y el lenguaje se armonizan; adquieren la forma estable del poema y, con ella, la sorprendente cualidad de ser también legibles para otros.
Los últimos doce meses han sido de lectura, escritura y reflexión. En especial desde que decidí cerrar temporalmente mi cuenta de Twitter. He escrito más de la mitad de un libro nuevo, que, aunque avance despacio, lo hace a ritmo constante y con pisada firme. También he traducido mucho —hasta la fecha más de setenta poemas— para un proyecto editorial precioso que verá la luz el año próximo y que, aunque todavía no puedo dar detalles, estará dedicado a la poesía de Japón. Por lo demás, continúo trabajando, como siempre, en la edición de clásicos y humanidades, y cada día disfruto de la inmensa suerte que supone cuidar con humildad de la buena literatura.
Para todas aquellas y aquellos que habéis leído Las hogueras azules, no tengo más que palabras de sincera gratitud, así como para mis maravillosos editores de Candaya. Saber que los poemas son leídos, que acompañan, que incluso son capaces de llevar emociones a otros cuerpos o erizar otra piel, es impagable.
Como decía Lu Ji, «lo inmenso en un mínimo pliego de seda».
Madrid, julio de 2021,
JFR