Por desdorar el oro

Al cabo de la llave está el metal en que aprendiéramos a desdorar el oro.

César Vallejo

Ahora que el invierno está alcanzando su profundidad más íntima, vuelvo a pensar en César con su traje oscuro. Está sentado en un banco de madera, ensimismado, disfrutando en silencio del sol que baña tibiamente la ciudad de Niza mientras alguien, Georgette, quizás, se retira unos pasos antes de tomarle una fotografía. Fue la propia Georgette la que le dio, apenas ocho años después, la fosa humilde que guardaba para sí en el cementerio de Montrouge. Él se murió de hambre y de cansancio en un París cualquiera en que llovía la fiebre. Había sido un ferviente comunista; siempre pobre, siempre consciente de su origen arraigado en el pequeño pueblo de Santiago de Chuco. Fue nieto de indígenas y amigo de mineros, encarcelado injustamente, cultísimo y constante defensor de la República Española; cuando estalló la guerra nos escribió el poema más hermoso que se nos ha escrito jamás.

Pienso en Vallejo —en César— porque reclamo su figura para mí, no de un modo excluyente sino a modo de maestro extemporal, continuado; porque es uno de esos escritores que pueden releerse una y otra vez, en momentos terribles y magníficos; porque sufría, como el sol, una herida de luz sonora y fértil.

Pienso en Vallejo, en fin, porque lo hago siempre que me atrevo a dar un paso fuera de mi espacio de confort. Mañana me marcho al extranjero, por lo que estaré lejos de aquí durante algunos días. Prometo ser igual de críptico cuando regrese.

Juan

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